Lo primero que se hace evidente cuando vemos a una persona sin hogar son sus necesidades materiales: comida, abrigo, quizá atención sanitaria y, obviamente, ese espacio de referencia donde construir y sostener un proyecto vital y un entorno relacional y afectivo que llamamos hogar. A veces, en el mejor de los casos, pensamos en lo que le podríamos ofrecer o en cómo le podríamos ayudar y, si el impulso es lo bastante fuerte y duradero, incluso nos incorporamos como voluntarios en alguna organización.

Eso al menos es lo que hice yo hace ya algunos años. Una noche me acerqué con la mejor de las intenciones a una persona que iba a dormir en una acera para ofrecerle un café y unas galletas. No quería, pero me preguntó si yo había cenado y, acto seguido, me ofreció un bocadillo. “No sé de qué es”, me dijo, “viene gente y me los deja. Me da pena, porque lo hacen con la mejor intención y no me los puedo comer todos. Cada noche me dejan tres o cuatro”.

Así, sin más. Sin hablar con él ni siquiera para asegurarse de que lo necesitaba. Esa noche volví a casa pensando si no estaría haciendo algo parecido con mi voluntariado. Si no estaría dando por sentado cuáles eran las necesidades e intereses de las personas a las que atendía solamente porque dormían en la calle.

Desde entonces he aprendido algunas cosas y he tenido que replantearme muchas más. Descubrí que lo que más valoraba la gente a la que iba a ver por las noches, por encima de cualquier otra cosa, era la oportunidad de compartir, que incluso en la peor de las situaciones,  también ellos tenían su tiempo y sus ganas de estar con otros y que, desde ahí, era posible un encuentro desde la igualdad donde el voluntariado ya no era dar, sino compartir. Que las personas que iba a visitar podían aportarme, en ocasiones, mucho más que yo a ellos, que tenían experiencias vitales enriquecedoras, capacidades. Y que era a través de ese espacio de encuentro que generábamos juntos, como mi voluntariado se llenaba de sentido, más allá de la compasión o la pena.

La realidad de las personas sin hogar, a pesar de lo habitual que nos es su presencia, es tremendamente desconocida para la mayoría de la población. Conocer la situación de primera mano, sin prejuicios ni estereotipos, es lo que ha de generar el cambio que la erradique de nuestra sociedades. Algo al alcance de cualquier ciudadano.

Jesús Sandín

Jesús Sandín, responsable del Programa de Atención a Personas sin Hogar de Solidarios, entidad sin ánimo de lucro que trabaja con Triodos Bank, explica cómo le marcó uno de sus primeros encuentros con una persona que dormía en la calle. Sandín representa a su organización en la Federación de entidades que atienden a Personas sin hogar (fePsh).